A veces parece que para transformar algo necesitamos millones de personas, leyes nuevas o movimientos masivos. Pero hay algo que olvidamos demasiado fácil:
todo gran cambio empieza con alguien que decidió hacer lo correcto, aunque nadie estuviera mirando.
Vivimos como si el mundo fuera algo que está “allá afuera”, que nos pasa o que nos toca aguantar. Pero el mundo también es lo que hacemos nosotros cada día.
Es cómo tratas a la persona que te sirve un café, si te animas a decir algo cuando ves una injusticia, o si preferís mirar para otro lado.
Cambiar el mundo no siempre significa “hacer historia”. A veces es algo más silencioso, más cotidiano…
Es ser amable cuando tenés mil motivos para no serlo.
Es escuchar a alguien con atención, sin pensar ya en tu respuesta.
Es ser honesto cuando nadie está mirando ni te va a aplaudir.
Muchas veces decimos: “Esto no lo arregla nadie”. Pero tal vez, lo que realmente queremos decir es: “Ya no tengo ganas de seguir intentando”.
Y está bien cansarse. Somos humanos.
Pero rendirse es distinto, y rendirse no transforma nada.
El cambio real, el que no se cae con el tiempo, empieza por dentro.
Por esa coherencia rara y poderosa entre lo que pensamos, lo que sentimos y lo que hacemos.
Y sí, cambiar duele un poco: hay que revisar prejuicios, tragarse el orgullo, animarse a equivocarse.
Esto no es una gran proclama.
Es una invitación.
A mirar distinto.
A escuchar mejor.
A actuar con más intención.
A empezar donde de verdad tenemos poder: en nosotros mismos.